La mejor profesión del mundo.

Recuerdo el primer día que tuve que dar una clase de actividad física para adultos: fue casi un favor, el monitor titular iba a faltar unos 15 días y yo “pasaba por allí”.

La semana antes había ido a ver algunas clases de lo que entonces se llamaba mantenimiento; me parecieron lo más aburrido del mundo, el monitor no se movía de sitio y estaba como enfadado por tener que estar allí.

Yo estaba acostumbrada a los entrenamientos de balonmano, en los que siempre teníamos una motivación para trabajar, el entrenador nos animaba, las compañeras nos ayudábamos, etc… Esas clases me parecieron tristes.

Me preparé la sesión, pensando en lo que me gustaría hacer a miíen el caso de que yo fuera el alumno. Lo primero que pensé es que esos ejercicios, con música, serían mucho más motivantes. Así que cogí mi “radiocassette” (hablo de algunos años, eh), mi clase preparada y…¡al polideportivo!

Estaba muy nerviosa, había trabajado con niños pero, con adultos, nunca, me daba vergüenza decirles lo que tenían que hacer, corregirles si lo hacían mal, “reñirles” si no se esforzaban,… todos eran mayores que yo, ¿qué pensarían?!

Llegué con suficiente tiempo para pedir permiso y conectar mi radiocassette. He de decir que esta tarea fue harto difícil, ¡¿dónde iba yo con música!?, que la gente se molestaría!: ¡que no estábamos en una discoteca!…finalmente les convencí y por fin pude probar la música, el material, etc… cuando llegaron los “alumnos”, lo tenía todo listo, me presenté, les expliqué la sesión, respiré hondo y… fue poner la música e irse todos mis miedos; no me quedé fuera de la sesión dictando una serie de ejercicios; me metí en la sesión, compartí con ellos los ejercicios, sin necesidad de realizarlos todos, sólo les marcaba el ritmo y los animaba, como si fueran mis compañeros de equipo, disfrutaba de lo que estaba haciendo, me gustaba ayudarles a que se esforzaran un poquito más, a que lo hicieran un poquito mejor…

Al acabar los estiramientos, con música de relajación por supuesto, miré sus caras preguntando qué tal había ido; habían vuelto mis miedos, pero enseguida me di cuenta de que estaban contentos. Se iban de mi sesión sintiéndose mejor de lo que habían llegado, observé que en sus rostros había alegría, su esfuerzo fue como nunca; la recompensa, por el trabajo bien hecho, también.

Ese día descubrí mi vocación, esos alumnos me dieron más de lo que yo les hubiera podido dar a ellos, me di cuenta de que la sensación de hacer que los demás se encuentren mejor no se paga, no tiene precio.

He tenido mucha suerte de poder dedicarme muchos años a esta profesión y aún hoy, cuando tengo la oportunidad de poder dar alguna clase, pongo la misma ilusión, el mismo interés que cuando empecé, y cuando observo en las caras de los alumnos alegría, ilusión y agradecimiento, me sigo emocionando como aquel primer día.

No entiendo mi trabajo de otra manera, del mismo modo que no entiendo que ninguna persona que se dedique a esta profesión no sienta esta vocación, ese interés por las otras personas, y que se atrevan a ponerse delante de sus alumnos como el que se coloca delante de unos borregos. Esas personas hacen un esfuerzo por acudir a nuestras instalaciones, dejan de hacer otras cosas porque necesitan desconectar, encontrarse mejor, y confían en nosotros para conseguirlo; deberíamos agradecerles cada día su asistencia, y sentirnos afortunados de tener esta profesión.

El técnico que no se sienta así, quizá debería ir buscando otro trabajo, por él y, sobre todo,  por sus alumnos.

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